lunes, 7 de septiembre de 2015

EN TORNO AL DIARIO DE LAURA FREIXAS (UNA VIDA SUBTERRÁNEA 1991-1994)


Ayer terminé de leer Una vida subterránea, diario 1991-1994, de Laura Freixas. Y nada más acabar me vino al pensamiento la vieja sentencia wigensteniana de que el significado de las palabras reside en su uso.
Y el caso es que siempre que me paro a pensar en ello, no deja de asombrarme el esmero y tiempo que las personas a lo largo de la historia han dedicado a usar las palabras para inventar historias ficticias, pues no en otra cosa consiste el escribir novelas. De hecho, Julio Cortázar en sus lecciones impartidas en Berkeley a propósito del uso de la narración ficticia dijo lo siguiente, si bien no con estas precisas palabras: «La literatura consiste en decir una verdad, contando una historia que no es verdadera».
Sin embargo, la narración contenida en el libro de Laura Freixas no trata sobre una historia ficticia. Ella no usó las palabras para narrar una ficción. Cierto que en un diario las palabras se usan; sin embargo, aquí también podríamos preguntar por la razón de ese uso, ¿para qué se escribe un diario? No cabe la menor duda de que las palabras de un diario nacen de las experiencias vividas por la persona que las usa; pero, insisto, para qué ese dejar constancia escrita de lo ya vivido. Pues no parece que aquellas y aquellos que escriben un diario lo hagan con la pretensión de que sea leído por otras y otros; al menos no parece ser esa la idea directriz. Quizás se escriba para no olvidar. ¿Pero cómo se vence el olvido con la palabra? Y en este caso la única interesada en no olvidar debería ser la autora, no los lectores. ¿Qué razones podremos aducir para interesarnos por los restos de la memoria, por la huella del pasado construida palabra a palabra, máxime cuando ese pasado pertenece a otra?

Al parecer, contestar esta última pregunta debería ser fácil para cualquiera que, como yo, acabe de leer su diario. Sin embargo, no me parece tan sencillo dar con ella, con la expresión escrita que ha de valer por respuesta. Quizá debería comenzar formulando de otro modo la pregunta: ¿qué ha conseguido Laura Freixas al permitirme leer su diario? ¿Qué magia o qué encantamiento se ha producido para interesarme por su vida pasada?
La primera palabra que aparece sin ser llamada es «cercanía». Y he de reconocer que es cierto que conforme leía sus palabras sentía adentrarme en otro mundo, me sentía cada vez más cercano a ella. Cercanía delatada por el ridículo que siento al pensar que por haber leído su diario la conozco, la siento como una conocida. Ridículo que aumenta cuando pienso en lo mucho que debe haber quedado sin escribir, pues cómo puede resumirse en trescientas páginas lo vivido en tres años, 1991-1994. Y, sin embargo, sigo considerándola como una amiga, o mejor dicho, ella se ha ganado un amigo. Y evitaré seguir por este camino para no ponerme cursi.
La pregunta persiste, ¿cómo ha sucedido tal cosa? Y ahora me viene a la cabeza el silogismo aristotélico, (que nadie se asuste pues me abstendré de apelar a la lógica de Aristóteles, solo dejaré constancia de que las palabras que siguen hunden sus raíces en ella). Las palabras usadas por Laura Freixas, usadas en aquellos momentos íntimos, suyos, ya pasados constituyen algo propio de ella, algo a lo que su Memoria apeló para no olvidar. No son todas las palabras, solo unas pocas, pero nos desvelan parte de su intimidad, resto de sus vivencias pasadas. Esta parte de ella, pues esas vivencias pasadas las comprendo como parte de su ser, quedó ligada a las palabras. Y con esas palabras, al darlas a conocer con su publicación, ha creado un lugar común, un lugar que comprendido como término medio a través de él se alcanzará el término último, la meta que da razón de la andadura en que consiste toda lectura. Término medio porque gracias a él accederemos a parte de un mundo ajeno, mundo llamado Laura Freixas; término último, porque en ese mundo sabremos encontrar valor o valores fácilmente reconocibles por cualquier persona. 
Lugar de encuentro constituido por palabras. En consecuencia, para acceder a ese lugar como lector bastará con comprenderlas, abarcarlas, leerlas. Y comprendiéndolas se construirá de nuevo ese lugar, se accederá con la imaginación al mundo que dio origen a las palabras, a su lugar de pertenencia. Y en ese mundo deberá encontrar algo valioso, algo digno de atraer la atención.


Llegados a este extremo, las palabras no solo valen por expresar de forma veraz hechos sucedidos en el pasado, ni siquiera por ser la protagonista de esos hechos su autora. Las palabras valen porque en ellas se encuentra la expresión de una manera de comprender la vida, las palabras desvelan cómo esa lluvia de experiencias en que consiste el día a día penetra en el mundo de la autora, experiencias que la angustian, experiencias que parecen negar la esperanza, quizá exagerada, en la publicación cada vez más lejana de su primera novela; inseguridades, miedos e ilusiones, sobre todo por una maternidad que se resiste a llegar. En fin, la palabra se torna valiosa cuando con ella se toca el tuétano de la vida vivida por una persona de carne y hueso. Ahí ni falta ni sobra una palabra, sino tan solo queda dar las gracias por la oportunidad que ha supuesto ese encuentro con Laura Freixas. Ilusión quizás provocada por la imaginación, pero de ella queda el sueño de haber ganado una amiga, o por lo menos la realidad de así sentirlo.